Como otra mañana más me dispuse a aparcar el coche en los aparcamientos del instituto donde trabajaba como docente. Entré y fui derecha a la sala de profesores, donde estaban algunos de mis compañeros. Cuando entré saludé a una compañera muy querida, y tras esos cinco minutos fui a mi casillero a por mi tablet y los materiales de mi sesión, y me sorprendió el silencio del lugar. Contemplé a mis compañeros sentados alrededor de una mesa grande, sin hablar entre ellos, con sus teléfonos móviles última generación en las manos y tablets, escribiendo algún mensaje de texto supongo, o leyendo el periódico, o incluso trabajando sobre algún aspecto de sus clases. Recordé años atrás cuando por primera vez entré en esta sala y no como alumna, sino como profesora en prácticas. El visionado se mostraba bien distinto a entonces, aún tengo recuerdos del bullicio de los profesores hablando unos con otros, discutiendo sobre la crisis por la que pasaba España en ese momento, haciendo bromas sobre el peso que había ganado alguna compañera, e incluso parloteando sobre la última cena que hicieron, y en la que terminaron bailando algunos pasos de salsa. Pero lo que más recuerdo era el gran sillón que acogía a los lectores diarios de periódicos, de papel por supuesto, que siempre recomendaban algún artículo, sonreían ante los comentarios de sus iguales sobre cualquier programa basura de la televisión, e interactuaban antes o después de su lectura.
Sin ahondar mucho en ese recuerdo caminé hacia mi aula, di los buenos días, y cerré la puerta. Todos estaban sentados sobre sus sillas, callados y apoyados sobre las mesas, con su tablet dispuesta a ser usada. De repente otro recuerdo me vino a la cabeza, de la misma experiencia contada antes; hubo un tiempo en el que las aulas acogían a todo tipo de adolescentes, algunos escandalosos y vagos, y otros más tímidos y trabajadores. Pero ahora el grupo era intensamente homogéneo, todos deseaban estudiar, y participaban activamente en el desarrollo de las clases. Me planteé si era justo para los adolescentes en general, que sólo unos pocos pudieran cursar sus estudios, sólo lo hacían aquellos cuyas familias eran pudientes o habían conseguido algún tipo de beca para poder acceder. Aunque no fuera lícito, esa situación me beneficiaba, porque me dedicaba a la enseñanza, tenía dinero al final de mes, y estos alumnos eran fáciles de manejar. Una sonrisa maliciosa se posó en mi cara, aunque por dentro la tristeza me embargaba, me había convertido en una egoísta, y me seguía conformando con una situación que no me agradaba demasiado, por no decir, nada.
Quedaron atrás esas mochilas en el suelo, la carga de los libros y libretas en mano, el estuche con los bolígrafos, el revoloteo de algunos niños más activos dispuestos a llamar la atención con el fin de que alguien les dijera algo, para sentirse al menos atendidos, o incluso queridos.
Con el grupo dispuesto y atento ante el inicio de la clase de lengua comencé a repartir unos folios, y varios bolígrafos para quien no dispusiera de ellos. Atónitos comenzaron a preguntar qué pretendía hacer, si hoy no íbamos a trabajar como siempre. Calmada les ordené que guardaran sus utensilios diarios, y comenzaran a escribir una redacción sobre cómo se imaginaban ellos como alumnos en un clase en el año 2012. Los comentarios hacia esta propuesta no fueron favorables, algunos decían que su letra no era muy legible, que necesitaban más tiempo, otros querían hacer la redacción digitalmente, pero al final tuvieron que cumplir su cometido.
Cuando se marcharon me quedé con el silencio hueco del aula, y ese montón de folios escritos a mano sobre mi mesa, esperando a ser leídos. Comencé a recordar mis primeros años en la enseñanza, ¿tanto había evolucionado la docencia?¿Por qué me sentía nostálgica con aquellas hojas?¿Cuándo habíamos acertado en el método, ahora o entonces?